Había una vez, en un país muy, muy
lejano, un rey y una reina que estaban muy enamorados. La reina era la mujer
más bella del mundo, tenía una larga melena rubia y una cara hermosísima. El
rey a su vez, también era muy apuesto. Lo único que mermaba su felicidad era
que todavía no habían conseguido tener hijos, así que imaginaos la alegría que
sintieron cuando finalmente, la reina anunció que estaba embarazada. Pasaron
los meses y la reina dio a luz una preciosa niñita, a la que llamó Diana. El
rey quedó no podía ser más feliz. Tristemente, la alegría se esfumo de palacio,
la reina no se recuperaba del parto. Finalmente, los sanadores reales indicaron
al rey que debía despedirse de su esposa, pues esta no iba a sobrevivir a la
noche. El rey se deshizo de tristeza, y fue a verla. Ella ya había percibido su
desmejoría, asique con lágrimas en los ojos se despidió de él, y le indicó que
quería que la niña tuviera un recuerdo suyo, algo que le acompañara toda la
vida. Le entregó al rey tres vestidos; uno tan dorado como el sol, otro tan
azul como el cielo y por último, uno que brillaba tanto como las estrellas.
Esa misma noche la reina murió.
Así, pasaron los años y la pequeña
princesita creció, convirtiéndose en una maravillosa adolescente, que mantenía
consigo el recuerdo de su madre. Su belleza aumentaba con la edad, y pronto
llegó a todos los reinos la noticia de su hermosura. El rey, al verse
envejecido, se preocupó por su reino, dado que no había ningún heredero varón.
Tras mucho reflexionar, llego a la conclusión de que Diana debía casarse, y de
este modo, se aseguraría el futuro del reino y el de su hija, pues una vez él
faltase, alguien cuidaría de ella. Con este fin, hablo con el rey vecino, que
tenía un hijo, también por desposar.
Cuando el rey se lo contó a Diana,
ella trató de disuadirle, pero el rey le contestó: -¡Es por tu bien y por el
bien de este reino, hija mía! Asique muy disgustada, finalmente aceptó, pues no
quería entristecer a su padre. De este modo, se acercaba el día señalado para
que se conocieran y se llevara a cabo la celebración del compromiso. Diana cada día estaba más nerviosa, así que por las
noches, cuando no podía dormir, se ponía ropa de campesina, se ensuciaba las
manos y la cara y se enredaba el pelo, y con esta apariencia se dedicaba a
recorrer los bosques que rodeaban el palacio, y casi siempre acababa en un
claro, que se había convertido en su refugio.
Finalmente llegó el día. Ambos
reyes dejaron a solas a sus hijos para que se conocieran, dando un paseo por
los jardines de palacio. La princesa no podía creer lo que le estaba pasando,
¡¡ese príncipe era un engreído!! No hacía más que hablar de lo superior de su
posición, del dinero que tenía, de cómo se lo gastaba... Cuando la reunión terminó y una vez el
castillo estuvo dormido, Diana, que se había sentido atrapada toda la velada,
se escapó de palacio con su atuendo de campesina y corrió al bosque, a su claro
preferido. Cuando se hizo muy tarde, decidió que debía volver antes de que alguien
la echara en falta. Cuando estaba a punto de alcanzar su habitación, Diana se
cruzó con una nueva doncella que andaba un poco perdida y esta la reconoció.
Rápidamente, arrastró hasta su habitación a la doncella a quien le pidió
guardara su secreto. La doncella juró hacerlo, y se ofreció a ayudarla a
limpiarse y vestirse. Diana descubrió que era una muchacha muy alegre y
habladora, que le cayó bien enseguida.
Antes de despedirse, la doncella dijo que volvería la noche que la necesitara.
Al día siguiente, la princesa intentó hablar con su padre, pero
este creyendo que eran excusas para no casarse puso fin a la conversación
asegurando que ya estaba todo decidido.
Diana, fue corriendo a hablar con la doncella, de la que se había hecho muy
amiga, y esta le recomendó que ganara tiempo, a ver si mientras podían pensar
en algo. Así fue como la princesa le
dijo a su padre, que debía tener los regalos de cortejo adecuados a su posición,
ya que con las prisas, no había recibido ninguno. El rey lo meditó un momento. Como
era verdad aquello que decía, finalmente le preguntó:
-
¿y qué es lo que deseas por
regalo?
-
Unas botas. Han de tener el
cuero del toro más bravo por fuera, para que sean resistentes, y la capa
interna hecha con la piel más suave y calentita de oveja.
-
Si así lo quieres, transmitiré
tu petición a tu prometido.
Y así se hizo, pero todo el proceso
llevó un año entero, al cabo del cual, la princesa recibió sus botas. Con sus
botas en la mano, fue de nuevo a hablar con la doncella, quien le aconsejo
conseguir más tiempo pidiendo a su padre un regalo de compromiso, pues era tradición
que así se hiciera en tan señalada ocasión. Diana así lo hizo, y su padre, que
estaba de acuerdo transmitió el mensaje al heredero del reino vecino. Su hija,
esta vez, había solicitado una capa que debía tener todos los colores del
mundo, ni uno menos.
La tarea fue ardua y compleja, duró
dos años, pero por fin fue terminada. La princesa se encontraba desolada, ya no
podía poner más excusas, la boda se celebraría al día siguiente. Entonces su
amiga la doncella le indicó que cogiera sus pertenencias mas preciadas y huyera
a un reino al sur, donde su hermana mayor trabajaba en el servicio de palacio y
podría encontrarle una posición, pues ya había hablado con ella. La princesa
cogió entonces los vestidos de su madre, las botas y su capa, se vistió con
ropas de campesina y huyó por el bosque en dirección al sur, dándole las
gracias a su amiga y prometiendo escribirse.
Diana caminó durante semanas hacia
el sur, y cuando ya pensaba que nunca llegaría, se topó con un palacio
construido en el bosque. Durante el camino, había llevado sus botas, que le
habían permitido caminar a través de todo tipo de paisajes y penurias. Allí localizó
a la hermana de la doncella, que se ocupaba de las mismas tareas que su
hermana. Una vez juntas, se dirigieron al salón real para pedir trabajo para
ella. Para evitar que la reconocieran se puso sus botas y su capa con capucha. Así
fue como la princesa conoció al príncipe más apuesto que jamás se haya visto.
Tras expresar su interés en el
puesto de doncella, los reyes aceptaron encantados, y encargaron a la hermana
de la doncella que la instruyera en las tareas y le asignara un cuarto. Así,
pasaron los meses. La princesa cumplía con su trabajo de una manera muy eficaz,
y se le permitió ayudar en las tareas de las cámaras reales, aunque su miedo
por ser encontrada persistía, por lo que nunca se quitaba su capa de colores. Se
la conocía como “mil tonos” debido a ello.
Mientras pasaba el tiempo en el
palacio, se fue dando cuenta de que el príncipe era una persona amable, que
trataba con respeto a sus criados y que no era nada vanidoso. Eso hizo que se enamorara de él en secreto. Pero ella
poco podía hacer, pues si revelaba su verdadera identidad podrían encontrarla y
obligarla a casarse con aquel hombre horrible.
Para gran tristeza de Diana, los
padres del príncipe tuvieron la misma idea que el suyo; su heredero debía
casarse. Con este fin, organizaron tres bailes al final de los cuales el príncipe
debería haber elegido esposa.
De este modo llegó el primer baile.
La princesa, que lo había meditado durante mucho tiempo, solicitó a la hermana
de la doncella que la dejara visitar el baile tras haber terminado sus tareas
sin que nadie la viera, solo para recordar cómo eran. La hermana de la doncella
le concedió el permiso, avisándola de que debía estar de vuelta para ayudarle a
preparar el lecho del príncipe para que tras el baile, pudiera descansar. En
cuanto terminó sus tareas, Diana subió a su cuarto, se cepillo el pelo y se lavó
la cara. Se quitó su capa de colores y sus botas y se puso el vestido de su
madre, el que era tan dorado como el sol, y bajó al baile. Cuando los invitados
la vieron, se quedaron sin respiración. Era la muchacha más guapa de la fiesta,
y pronto el príncipe quiso bailar con ella. Disfrutaron tremendamente de su compañía,
pero como la princesa había prometido ayudar en las tareas, aprovechó un
momento en el que el príncipe atendía a otros invitados y se escabulló a su habitación.
Allí de nuevo se ensució la cara y se puso su capa de colores encima del
vestido, pues se le había hecho tarde. Una vez allí ayudo a la otra doncella en
sus diversas tareas, y cuando esta no miraba, Diana metió en las sabanas de la
cama del príncipe un pulsera trenzada que ella misma había hecho con los hilos
sobrantes de su vestido tan dorado como el sol. Después se fue, pues como
aprendiz, no le estaba permitido ayudar al príncipe.
Más tarde, cuando el príncipe se
fue a acostar y tras despedir a la doncella, al retirar las sábanas encontró la
pulsera. Enseguida pensó que debía ser de la chica que acababa de irse, pues
era ella quien se encargaba de su habitación, por lo que a la mañana siguiente
fue a preguntarle si le pertenecía. La encontró al lado de aquella extraña
doncella a la que llamaban “mil tonos”. Al desconocer la doncella el origen de
la pulsera, se fue extrañado.
Mientras, Diana estaba ansiosa por
acudir al baile de nuevo, por lo que una vez más pidió permiso y subió
corriendo a su habitación. Esta vez se puso el vestido que era tan azul como el
cielo y se presentó en el baile. Una vez más disfrutó de la velada en compañía
del príncipe, que se encontraba muy a gusto con aquella muchacha cuyo origen
nadie parecía conocer.
De nuevo, la princesa se escabulló
a su habitación. Repitió el proceso de la noche anterior, pero esta vez, dejo
en las sabanas una pulsera hecha con los hilos de su vestido azul como el
cielo.
El príncipe, esta vez cuando fue a
acostarse y encontró de nuevo otra pulsera pensó que era demasiada casualidad,
por lo que antes de despedir a la doncella le preguntó si había alguien más que
le ayudara en las tareas de su habitación, y la doncella le contestó que “mil
tonos” le había asistido. El príncipe, que empezaba a sospechar le pidió que a
la noche siguiente, en vez de quedarse ella para asistirlo lo hiciera “mil
tonos”.
Finalmente, transcurrió un nuevo
día llegó el momento del último baile. Los
reyes estaban ansiosos por conocer a la elegida de su hijo.
Una vez más, Diana se vistió con un
vestido de su madre, el que era tan brillante como las estrellas. Cuando se
presentó en el baile, el príncipe ya la estaba esperando. Otra vez pasaron la
velada juntos y cuando llego el momento, el príncipe la llevó frente a sus
padres y la presentó como la elegida. Asustada por las consecuencias de sus
actos, huyó de nuevo, no antes de que sin que ella lo notara, el príncipe le
deslizara un anillo en el dedo.
Con su capa puesta, acudió a
cumplir con sus tareas, pero cuando se disponía a marcharse, la doncella le
indicó que se quedara. La princesa estaba muy nerviosa por todo lo acontecido
esa noche, pero se dispuso a dejar la última pulsera hecha con el hilo del
vestido que era tan brillante como las estrellas, para luego marcharse del
palacio. Pero cuando se disponía a hacerlo, el príncipe entró en la habitación
y la acorraló contra la pared. Enseñándole las dos pulseras le dijo:
-
¿es esto tuyo?
-
No, majestad –contestó la
princesa.
-
¿y no sabrás por casualidad
por qué están hechas de los mismos hilos que formaban el vestido que llevaba cada
noche en el baile una bella dama con la que pretendo casarme?
-
Por supuesto que no majestad
– contestó Diana cada vez más nerviosa. Entonces, el príncipe le tomó la mano,
y para sorpresa de la princesa, además de la tercera pulsera se encontró el
anillo que él le había colocado.
-
Por favor, dime por qué
huyes de mí y te niegas a casarte conmigo –le dijo el príncipe.
Sabiéndose descubierta, la princesa
le contó toda su historia. El príncipe la entendió y le propuso una solución,
hablarían con su padre y le pediría su mano. Se pusieron así en contacto con su
amiga la doncella, que informó al rey del regreso de su hija. El rey se puso
tan contento por recuperar a su hija que no puso pega alguna a la boda, y así,
Diana y el príncipe se casaron, y vivieron felices para siempre.
Muy bien. Es un cuento precioso, pero has añadido a dos personajes que funcionan como "hadas madrinas" y que le restan astucia al personaje de la protagonista. Eso es una pequeña ruptura con el esqueleto del cuento.
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